Literatura. Cuento popular
En los cafetines, en las carniceras, en la plaza de mercado, en la Alcaldía, donde hubiese más de dos personas el comentario era el mismo: ¿ Don Manuel a que va al cementerio y a esa hora de la noche?; Cada cual hacia sus propias conjeturas, alguien dijo que le gustaba la carne humana, otro que iba a hablar con el diablo, perencejo que pertenecía a una secta satánica, pero nadie se atrevía hacerle la pregunta de frente.
Don Manuel era un Señor mayor de cincuenta años, tenia canas incipientes, tenia más de un metro con ochenta centímetros, su contextura era delgada, un acento paisa que lo hacia amigo de todo el mundo, profesaba la religión Católica, muy amigo del aguardiente, tenia a flor de labios el chispazo para hacer reír al más triste y contaba historietas muy agradables. Siempre vestía con pantalón oscuro y camisa de color claro de manga larga; usaba zapatos de cuero, un poncho y sombrero, además usaba siempre un carriel. Eso sí vivía solo. Era un comisionista en compra y venta de ganado y de finca raíz y daba la sensación de tener buen dinero. Era amigo de sus amigos, estaba presto hacer favores, muy cortés con las damas y tenia para todas palabras galantes.
Yo no tenía más de ocho años y sabiendo lo que el pueblo murmuraba, con mis amigos nos dimos a la tarea de investigar por que Don Manuel iba el cementerio después de la once de la noche……
Nos armamos de valor el Caleño, Huesitos, Carepapa, Ratoncito y yo. Alguien nos dijo que nos compráramos una de aguardiente, para espantar el susto y en un acto de “cajoneo” conseguimos la plata para poder tener el valor de enfrentarnos con el más allá. Esperamos que Don Manuel pasará para el cementerio. Lo seguimos a distancia prudente y esperamos que entrará, muertos del susto, en la penumbra. Solo veíamos imágenes de muertos y sombras de mil demonios. Apurando tragos largos del etílico, logramos espantar a los demonios y tomamos fuerzas para poder penetrar al campo santo. Una vez adentro empezamos a buscar entre las tumbas nuestro objetivo, a quien entre caídas, tragos, y levantadas, logramos encontrarlo sentado y llorando con una botella de aguardiente a medio tomar, sobre una tumba, que sobresalía de las otras por sus características especiales: era terminada en una loza enteriza de mármol blanco, con un busto de mujer en el mismo material, no había duda era la tumba de Doña Teresa la que mato a tiros Don Aniceto antes de pegarse un tiro por la boca. Fue tanta nuestra imprudencia que Don Manuel nos descubrió y con su arma hizo tiros al aire y nos puso en polvorosa. Tanto fue el susto que la borrachera desapareció de nosotros por arte de magia.
Doña Teresa era una Señora singular. Elegante, rubia, más bien delgada sin ser flaca, no pasaba de cuarenta años, con un cuerpo espectacular, de buenas maneras y gozaba de una hermosa sonrisa. Casada con Don Aniceto, un viejo avaro, miserable, que además de godo era agiotista, que comulgaba todos los días. No tenia vida social, y no tenía hijos con Doña Teresa. No la dejaba salir sola a la calle, siempre la acompañaba, o la hacia acompañar de la muchacha del servicio. La única vida social de doña Teresa era visitar a su mamá o al Señor Cura, con quien organizaba obras de caridad para los pobres y bazares de la Parroquia.
El comentario en el pueblo, y de las malas lenguas, era que viejo con sus setenta años ya no tenía alientos para bajar un caldo de papa molida y que por eso no tenía hijos. Hacían bromas y comentarios sobre la belleza de la Señora Teresa y ese viejo caduco, bueno para nada. Eran el alma reír por las edades que los separaba. Decían que si el viejo tomaba Chuchuguasa, a lo mejor si le cuajaba un hijito. Pero escasamente tenia alientos para cargar con la avaricia.
Un Domingo después de la procesión de ramos, a eso de las doce meridiano, en la casa de Don Aniceto se escucharon dos tiros. La muchacha de servicio salió de la casa gritando que Don Aniceto había matado a la Señora Teresa y se había pegado un tiro en la boca y ambos estaban muertos. El Cura, como pastor de sus ovejas, organizó las exequias con la mamá de Doña Teresa y a los dos días fueron sepultados en tumbas separadas.
Nadie en el pueblo logró saber por que Don Manuel lloraba en el cementerio a esas horas de la noche. Después de nuestra exhaustiva investigación, a punta de aguardiente, y con susto incorporado, siguieron los comentarios, buenos y malos, pero nada que llevara a establecer la verdad que el pueblo reclamaba. Un buen día el sepulturero salió despavorido a primera hora gritando que Don Manuel, estaba muerto sobre la tumba de Doña Teresa, con un tiro en la cabeza.
Todo el pueblo, salió para el cementerio para ver tan grande tragedia. El Cura, el Alcalde, el Juez, los Maestros, la Policía, el bobo del pueblo, en mejores palabras todo el mundo y Yo que no podía falta por ningún motivo. Don Manuel dejó un sobre con una carta dirigía al Juez en los siguientes terminos:
“San Sebastián del Camino, 10 de octubre 1962
Señor
Juez de la República
E. S. D.
Distinguido Sr. Juez:
De mi muerte, solo puede culpar al destino. Tomar esta decisión no fue difícil. Las circunstancias que me llevaron a esto, se las voy a narrar, para que los sin oficio del pueblo no sigan pelado y haciendo falsas conjeturas. Son duras las penas del alma, pero más duro es vivir sin los seres amados.
Un día cualquiera me encontraba bien borracho -pero bien borracho- no eran las tres de la tarde, y me dio pena no asistir a las exequias de Don Pascual Martínez. Me entré a la iglesia y no encontré una silla y se me ocurrió sentarme en el confesionario, y ahí fue Troya.
Me quede dormido y a eso de las seis de la tarde golpearon en la ventanilla y me despertaron. Era una voz de mujer que me dijo que se quería confesar. No me dio tiempo para explicarle que no era el Cura y empezó a contar su rollo. Habló de sus tristezas, de sus llantos y de sus frustraciones Le conté que no era el Cura, pero estaba mas o menos en las mismas circunstancias, porque amaba a una mujer espléndida, que era casada, nos identificamos en la amargura y luego nos reconocimos que el uno era para el otro. Me confesó que estaba enamorada de mi y yo le manifesté que lo estaba de ella. Ahí fue el acabose señor Juez. Amor y solo amor, como dos tórtolos, como dos seres que nunca han amado y encuentran razones de sobra para vivir clandestinamente, nos veíamos en la casa de su mamá, donde tuvimos largos ratos de amor, fundiendo nuestros cuerpos en una gran pasión. Amor ventiado a todo timbal. Le propuse que nos fuéramos del pueblo para evitar los chismes y estuvimos de acuerdo. Me dijo que iba a preparar todo para podernos ir. Me confeso que estaba embarazada y sabia de sobra que ese hijo era mío, nada más que mío. Señor Juez…. ese hijo era mío y yo lo amaba. Era sangre de mi sangre, vida de mi vida. Quedamos de viajar después de la una de la tarde ese fatídico Domingo de Ramos, cuando el estúpido Don Aniceto, le quitó la vida y luego el pelotas se mató. Esa mujer era Doña Teresa.
Atentamente;
Manuel Salazar Mendoza
C. de C. 120.535.223 de Zarzal Valle.